Hay varias paradas ante la vida que podemos asumir. Cada uno de nosotros -ustedes, mis lectores y yo- tenemos una forma única de hacerlo. Algunos caminan por la vida con los ojos ciegos, medio taciturnos o míopes y otros andan absorbiéndolo todo. Cada diminuto detalle.
Para algunos es una especie de tortura o un deber sagrado. Una especie de ritual de mierda que los ata a las nimiedades que se les arrumban en la conciencia, dejándolos encorchadamente estíticos de mente, estrechos y hedientes (nótese... no hediondos).
Para otros, sin embargo, la cosa parece más bien una manera natural de existencia. Como si resultara una performance artística. Algo así como cepillarse los dientes y leer al mismo tiempo en el baño mientras se cagan las heces (disculpen mi lenguaje poco ortodoxo y ordinario, prefiero ser plano y directo, además que me depilé la lengua hace años).
Entonces... ¿por qué lo detalles? Pues por la misma razón por la cual cuando uno se enamora de alguien y descubre que esa persona está tapizada de detallitos únicos y preciosos... por AMOR.
La mirada amorosa es indulgente. No se cansa, ni produce maldad. Es por algún motivo, casi infantil en su ingenuidad, y por lo tanto no atrae malas ondas ni infelicidades.
Por eso, fijarse en los detalles, sin que estos lo dejen a uno estítico mentalmente hablando, es un arte sublime de absorción. Una difusión pasiva, que lo hace a uno un mentecato de sabiduría medianamente anormal y excepcional... y por supuestito... lo transforma a uno en un engreído humilde...
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