agosto 18, 2005

De dónde el Payaso salió cómo es...

Cuando estuve lejos de mi familia, por meses, separado de ella por el Atlántico, me iba a la playa rocosa de Santahamina. Me gustaba sentarme en las piedras lisas, a escasos metros del agua, cuyo oleaje despacio mecía mis pensamientos, del mismo modo en que mecía a las plantas el viento. Recuerdo que jamás había estado tan solo en mi vida. Acababa de salir del colegio, recién tenía 18 años. Pero me sentía décadas más viejo, y a la vez, me sentía tan débil y necesitado como un niño. No había consuelo para ese vacío, ni para la pena, ni para la ausencia de los sonidos de mi familia, excepto quizás por el mar y el viento, y la misma soledad silente. Allí, pasando muchas tardes sentado frente a la ciudad de Helsinki, entendí que todos estamos inmersos de la misma soledad del alma. Aquello jamás iba a poder compartirlo. Siempre intentaría, no obstante, comunicar la belleza melancólica de una tranquilidad tal de espíritu.

En cada respiro, en cada suspiro. Al final sólo podemos ver el mundo desde nuestra pequeña ventana. Muy pocas personas han entrado a mi verdadera casa. Aquella que gusta, asombra a veces, pero que también asusta, que aisla, que daña a los demás. Es lo único que no puedo entregarle a nadie, porque ni siquiera me pertenece. Tal vez mis ilusiones, mis defectos y mis cualidades, no sean sino un fiel reflejo de mis ansias. Ansias de que algún día pueda invitarlos a ustedes a entrar en ella, con una sonrisa curtida por las penurias de una ordinaria existencia, con brazos fuertes abrazarlos y ofrecerles todo lo que mientras tanto de ustedes he aprendido amar. Todos ustedes me han prestado hogar, en sus brazos, en sus besos, en sus ojos y sus corazones, especialmente en su silencio y ausencia. Ustedes, sin sospecharlo quizás, han sido lo que descubrí tantos años ya, mirando el horizonte desde una playa rocosa en Finlandia...

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