febrero 13, 2006

Capítulo Tres

Las sombras de la noche ya hacía mucho que había desaparecido. Las luces del Parque de las Estatuas se veían a lo lejos. El caudal del río Mapocho crecía tanto en invierno que decían que todo lo que caía en él se perdían para siempre, para bien o para mal.

"Me siento vacía" pensó Katia, "como si nada más quedase en el mundo que mi presencia aquí... y el aire que respiro". El aire se hacía visible al abandonar su boca, en espirales y formas absurdamente caprichosas, como las siluetas que nacen del humo de cigarrillo.

Cuando era pequeña le gustaba imaginar que fumaba cigarros en invierno. Cuando era pequeña se imaginaba tantas cosas... tanto tiempo hacía ya que el puente se le hizo largo y tedioso de cruzar. ¿Para qué hacerlo de todos modos? Se detuvo en seco y se volteó hacia la barandilla del puente. Caminó hasta sentir el frío metálico en sus palmas. Miró hacia abajo y se encontró de frente con las turbulentas aguas. Alguna basura grande abandonada a varias decenas de metros hacia la cordillera en el medio de lecho del Mapocho le hacía pensar en un inmenso monstruo marino que avanzaba hacia ella. "Sin moverse, pero se mueve" se dijo a sí misma. Se levantó el cuello de su abrigo verde oliva, tapóse así sus largos rizos negros y escondió sus miedos más profundos. El viento frío penetraba por el entramado de sus pantalones, sin respetar dignidad ni pantimedia, haciéndola temblar como lo hace la certeza del abandono. Cerró sus párpados y dejó caer las lágrimas por las rojizas mejillas hasta que sintió que estas se congelaban como gotitas de rocío en pétalos de rosa. "Como en el jardín de Papá", pero Papá ya no estaba.

Sólo estaban los recuerdos. Infinitos recuerdos arrumbándose entre sus sienes, haciendo la temer de que algún día no habría espacio para tanta nostalgia, y que todo estallaría en una pirotécnica performance de luces sanguinolentas y fuegos artificiales espesos ante la mirada estupefacta de los indeferentes y tranquilos peatones de Santiago, observando los interiores de su cerebro esparcidos por la verma al lado de su frío cuerpo.

"Estúpidos todos ellos" dictaminó en su cabeza, háblandose en silencio. "O me tiro al río ahora y me convierto en una triste noticia policial en el diario, o bien me vuelvo a casa y compro los pasajes y me largo de aquí". Nada la retenía ya. Sólo las ilusiones de su tedioso y rutinario trabajo científico y las tan innumerables y cada vez más florescentes oportunidades de seguir especializándose en su especialidad tan especial.

-¿Señorita? -le dijo una voz muy cerca, a sus espaldas- ¿Usted no estará pensando en tirarse en esas frías aguas de allí abajo, verdad?

Katia se volvío lentamente. Un gentilísimo hombre bordeando los sesenta o setenta años de edad le devolvió una cálida mirada con sus ojos amables y tiernos, bordeados de arrugas intrincadas y abultadas. "Tanta calidez en invierno... parece un sueño" se dijo antes de responder:

-Ya no. Gracias a usted -sentenció con una alegría que se reflejó en las pupilas del abuelo-, he decidido no arrojarme al río. No creo que valga ya la pena. Emh -dijo tras una breve pausa precedida por una sensación extraña de reconocimiento-, usted me parece conocido. ¿Nos hemos topado antes por casualidad?

El anciano sonrío de manera tan familiar, haciendo que cada fibra del cuerpo de Katia se estremeciera, que poco faltó para que el aire le faltara y el tiempo se detuviera entre ellos. Sus ojos le eran conocidos, sus entradas en la cabeza salpicadas de pecas y su dulce y pacífica sonrisa le recordaban a alguien. Alguien de su infancia, solo que ahora parecái muchomás viejo. No pudo determinar a quién antes de que el anciano le hablara otra vez, esta vez dando unos pasos más cerca de ella, tomándole con toda tranquilidad el brazo y encaramándose junto a ella en el pasamanos metálico del puente:

-Vete. Esta ciudad ya te ha asqueado -sentenció parsimoniosamente el abuelo, pestañeando en cada oración que pronunciaba-. No hay nada en ella para tí. Mejor será que persigas tu sueño.

Abrazó a Katia con el brazo libre y súbitamente el frío se había desvanecido.

-Sabes que te quiero mucho ¿verdad, Katia? -preguntó ahora mirándola con tanta fuerza y pasión que Katia no pudo contener las lágrimas y la emoción que la embargaban- Estamos orgullosos de tí. Pero si ahora dejas de bregar, el agua te llegará al cuello y te hundirás. No tienes muchas opciones.

Sin más decir, el abuelo de ojos gentiles acercó sus labios lentamente a la frente de Katia y le depositó un suave beso entre las cejas. Cuando Katia abrió sus ojos, la imagen de su padre se había desvanecido de su lado y el sonido del repicar de las aguas del río trayendo piedras volvió a llenar sus oídos.

Miró por última vez las turbias aguas del Mapocho, puso sus manos de pronto más cálidas en los bolsillos de su abrigo largo y atravesó las últimas horas del viento invernal de Santiago con la certeza de que ya habíase muerto todo lo que la mantenía en Santiago. Quizás aún no era demasiado tarde para emigrar a zonas más cálidas.

Quizás no era demasiado tarde para comenzar a vivir a los treinta.

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