enero 29, 2006

Capítulo Uno

Ya era tarde y la humedad del aire crecía con la opalecencia de la luz, los colores del sol impregnados en las nubes tornasol, girando lentamente a merced de un vetusto viento, sin prisas ni paradas, como suspirando extrañeza. Las botas ya estaban guardadas en el locker, los pies agradecidos respirando nuevamente (vivas) entre las tiras de cuero de las chalas del año pasado, estampando calles como si hubiesen nacido para ello. El polvo metiéndose entre los dedos y mezclándose agradablemente con el sudor. Con los ojos cansados pero con una mirada contenta, sentía Fruncio Del Puñete que su día de labores había terminado mientras que el día de dichas recién comenzaba.

Sacó el cigarro recién liado del revés de su oreja, buscó afanosamente por una caja de fósforos dentro de los bolsillos de sus jeans ajados en las rodillas hasta encontrarlos metidos dentro de su calcetín del pie derecho, sacó el penúltísimo de ellos y prendió el cilindro amarillento. Inspiró profundo, calando el humo hasta la misma vena pulmonar (esperando volver azul esa turbia sangre suya) del único pulmón sobreviviente del cáncer que lo dejó magro y solo a los 25 años, sin ni un centavo por las cuentas del hospital ni amigos que comprendiesen su profia locura por el tabaco, sin padres, esposa e hijos con quien compartir un hogar familiar. "Bien", pensó. "¡Y al diablo con el mundo! ¡Al diablo con todos!".

Se metió la mano al bolsillo de su chaqueta de cuero de toro argentino. Allí sostuvo en su palma por un instante su cheque mensual hasta que el papel se volvió caliente como el resto de su piel curtida. ¿Dónde gastaría su suma habitual? ¿Con cuál de todas sus preciosas amigas de la Casa de Doña Meretre pasaría la noche? ¿O era que iría al Bar de Pipo a apostar la mitad con el viejo de mierda de Grumete en una mesa de canasta? ¿O era que no le apetecía ninguna de las anteriores?

Hace días que la idea de abandonar Quito le tenía drenado el seso, junto con una caña ronera de los mil demonios, por culpa del calzonudo del Vaca que se había dignado pedir la mano de la hija del Capataz Romeral y había armado una fiesta apoteósica con bailaores y mariachis, cubanos salseros y portoriqueños. Le atraían las historias de la selva y de los indios que decían allí vivían como salvajes. Hasta decían que las mujeres andaban desnudas por los árboles, se cruzaban con monos en orgías primaverales y hasta procreaban monstruosas quimeras humanas con colas de primate. Había tantas historias fantásticas que le robaban la imaginación, le mantenían la mente ocupaba y sin espacio para otras tareas importantísimas, como comer o dormir, o pensar en las húmedas entrepiernas de la no tan joven y exhuberante jamelga de Trinidad (una de las niñas de Meretre) en las horas de colación del laburo. Tantas cosas había dejado de pensar, que su vida le parecía ya extraña, y más extraño le venía a parecer que no sintiese ninguna aprensión por carecer de todo deseo de emborracharse y dilapidar su cheque mensual. Ya debía bastante como para tres vidas de Fruncio, pero ¡qué diablos iba eso a importar! ¡Eso jamás lo había detenido antes!

Era acaso el negro deseo por esas mujeres zoofílicas y de torso desnudo, con un rabo escondido en el valle de sus culos, lo que lo tenía tan excitado y deseoso de abandonar toda razón y emprender su viaje por las selvas amazónicas. ¿O acaso por fin el ron le había fijado las neuronas del hemisferio cerebral derecho de la dura cabeza suya, y ahora todo era un fantástico mundo de reptiles milenarios, mujeres-mono en celo, culebras que se te metían por el hoyo del culo si te metías en el río sin calzoncillos por la mediatarde y de sueños de ciudades de oro y pirámides más grandes que las de Egipto?

Quizás era la hora de hacer por su miserable futuro y curar de una buena vez su implacable vicio por el tabaco. "Sí, eso es" pensó Fruncio, "es una señal de mi querido Santo, el Patrono Ebismindo, que me cuida desde allá arribita y no puedo flaquear ahora. Ahora es el puñetero momento de hacer grandes cosas por el nombre de los Del Puñete".

Pensando en todo esto es que Fruncio enfiló por las calles que ya conocía de memoria de la sucia y pobre Quito, y siguiendo el familiar olor a orines y heces llegó a la una de la madrugada de ese Jueves Santo hasta la Casa de Doña Meretre, donde se despediría de la húmedísima entrepierna de la traicionera jamelga que años atrás le había robado su corazón y el contenido de su billetera.

-¡Ah! - se dijo, tras un suspiro, murmurándole al viento que ahora soplaba en contra del sentido de los pelos de su cuello- No me iría jamás de Quito sin antes meter la cara entre esos pechos de lechoncita y puerca. Quizás hasta se anime a acompañarme a la Selva. ¿Quién sabe? Cuando Ebismindo muestra el camino, uno lo sigue o se cae muerto en la zanja.

Así dieron las una y media, sin que por la cabeza de Fruncio pasara otra cosa que no fuese el movimiento exótico de una imaginaria cola peluda pegada al culo de su marrana Trinidad, y se encontró de lleno con la fachada derruida de la Casa de Doña Meretre. Tomó un poco de aire fresco antes de abrir la puerta y penetrar en ese intoxicante ambiente de burdel. La música alegre y los cantos desafinados de los emborrachados "huéspedes" viajaron por el aire del barrio dormido por instantes breves, revoloteando con esa irreverente majestuosidad del pobre que se cree menos pobre que el vagabundo y del desahuciado que cree estar más vivo que el enfermo, antes de que la puerta del prostíbulo se cerrara tras Fruncio como si las mismas puertas del Infierno se cerraran tras él.

1 comentario:

Camilo dijo...

buena pusa... se ve interesante. A ver que le depara el futuro a nuestro zoofilico amigo sin nombre